Así, en
general, la literatura. No algunas obras – que también –, no
algunos autores – que también –, sino la literatura en sí, como
concepto, como hermosa existencia.
Es
innegable que hay determinadas
escritoras, determinados textos revolucionarios. Las cartas desde la
cárcel, las páginas censuradas, los libros quemados gritan esta
evidencia desde sus cadalsos. Palabras que llaman a la movilización,
a la resistencia, a la disidencia, a la lucha por un futuro más
justo, a la revolución.
Mis
palabras favoritas.
Entender
la relación de dichas palabras con los procesos políticos,
históricos y culturales que las conforman, con la condiciones que
las mecen, es una tarea indispensable, si no queremos caer en el
cinismo y la distancia de nuestras blancas torres de marfil. Hace
demasiado frío en la soledad de sus salas.
Pero
la poesía desnuda también es revolucionaria, incluso su forma, su
estilo. Ya decía Brecht que necesitamos conocer la forma, dominarla,
para a través del juego que con ella establecemos, transmitir
l'esprit buscado,
hacer a los espectadores levantarse de las butacas apolilladas con
fuego en la garganta. ¡Entendamos la forma, desnudemos las
estructuras! El formalismo, queridos, no ha muerto.
El
dulce efecto despiadado de cada sílaba, de cada construcción que
nos hace extraño el mundo, que nos hace extrañas a nosotras mismas
y vuelve al otro un viejo conocido, que nos descubre el verde, el
mar, el pomo de la puerta y la manera de subir una escalera, eso,
también es revolucionario: el golpe que hace añicos la alienación
nuestra de cada día.